Title Thumbnail

Novelas de la Costa Azul

9781465669087
213 pages
Library of Alexandria
Overview
LA DUQUESA de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas. Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas. Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula. Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso. Su rostro guardaba los lejanos reflejos de una belleza majestuosa: una belleza «estilo María Antonieta», como decían los aduladores de su ancianidad; pero la nariz que había sido aguileña caía ahora sobre la boca con una pesadez grotesca, y sus ojos azules estaban empañados por el lagrimeo de la decrepitud. Por debajo de su capota asomaban los rizos de una cabellera blanca, excesivamente abultada para ser natural. En su persona, vestida de negro con aristocrática modestia, lo que atraía inmediatamente la atención, lo que la hacía ser reconocida por todos, era su collar, un famoso collar que sólo podía ser el de la duquesa de Pontecorvo: millón y medio en perlas, según cálculo de los entendidos.