El papa del mar
9781465671219
213 pages
Library of Alexandria
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Ella dudó un instante, mientras exploraba mentalmente su pasado. Luego se apresuró á decir sonriendo, como si le regocijasen sus propias palabras: —Le reconozco. Usted es el caballero Tannhäuser, que tuvo amores con Venus. Esto fué en el «Select Hotel» de Aviñón, á las ocho de la noche. Claudio Borja, que la había observado de lejos durante la comida, abandonó su mesa para apostarse junto al hall, y al verla llegar preguntó en español: —¿No es usted la señora de Pineda?... Tuve el honor de que me presentasen en Madrid... Tal vez no se acuerda usted. Pero ella no le había olvidado, y después de reir unos instantes pareció pedirle perdón con sus ojos por esta alegría espontánea. Los dos evocaron en su memoria cómo se habían visto por primera vez. Fué luego de una comida en casa del señor Bustamante, senador español, que explotaba por vanidad personal las relaciones entre los pueblos hispanoamericanos. Los comensales habían hablado en el salón de sus personajes predilectos en la literatura y en la historia. Cada uno iba manifestando qué héroe hubiese querido ser. Estela, la hija del dueño de la casa, joven de ademanes encogidos y voz tímida, sentía no haber sido la Ofelia de Shakespeare; su padre, el solemne don Arístides, dudaba entre Licurgo y el cardenal Jiménez de Cisneros; un viejo general optaba por Julio César. Todos desearon conocer el personaje predilecto de la hermosa Rosaura Salcedo, viuda de Pineda, rica dama argentina, en cuyo honor daba Bustamante su banquete; pero esta señora, de paso en Madrid, que residía gran parte del año en París ó viajaba por el resto de Europa, se negó modestamente á revelar su heroína. No tenía ninguna. Estaba contenta de ser lo que era. Y casi todas las señoras presentes, exuberantes en deseos no cumplidos y envidias no satisfechas, rencorosas contra la mediocridad de su situación, la miraron fijamente, notándose en su sonrisa algo turbio y verdoso, semejante al color de la bilis. La aprobaban con amargura. «¡Qué más podía desear! ¡Qué no había recibido de la suerte!» Su riqueza resultaba enorme: una riqueza americana, de millones y millones. Además era libre, podía cumplir todos sus gustos, y su belleza se renovaba incesantemente, como una primavera sin término, gracias al lujo y á una higiene costosa. Después de ella le llegó el turno á Claudio Borja, que el señor Bustamente consideraba como de su propia familia, por ser huérfano de un compañero de su juventud. Muchos creían á este joven sin ocupación determinada, pero poseedor de una apreciable fortuna, el futuro esposo de Estela Bustamante.