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Paisajes Argentinos

José María Salaverría

9781465656483
301 pages
Library of Alexandria
Overview
La belleza de navegar. Uno de los más grandes tormentos que pueden asaltarle al hombre es la necesidad de permanecer inmóvil en un sitio. El hombre sedentario es como un árbol o como un pilar clavado en tierra. Por el contrario, ¡qué bello es viajar! El mundo es ancho, es hermoso, está lleno de curiosidades; el mundo, además, lo hicieron indudablemente para que el hombre lo recorriera. ¡Ya nos quedará tiempo después, cuando la hora amarga llegue, de permanecer inmóviles, bien inmóviles y resignados, debajo de una losa de piedra! Es bello viajar; pero todavía es más deseable el navegar. La navegación conserva aún el picor sugestivo de las antiguas emociones errantes, y aunque no vayamos ahora, como en los tiempos de Ulises, ni tan siquiera como en los de Colón, embarcados en alígeras carabelas por los remotos mares desconocidos, sin embargo, al pisar la cubierta de un barco de vapor, sentimos un cosquilleo particular en el alma. El mar se mantiene siempre en su puesto arrogante. ¡El mar sigue siendo una cosa seria! Por eso la navegación nos reserva aún un especial encanto: el encanto del peligro. La grandeza del río. He hablado del mar con alguna precipitación. Porque, en realidad, las aguas que surca este barco no son salobres, ni verdes, ni azules. Esto no es el mar, seguramente; no es más que el río de la Plata, con sus aguas dulces, turbias, lisas y superficiales. Pero con un poco de esfuerzo imaginativo, el río de la Plata puede suplantar al Océano: un Océano canicular, ecuatorial, de calma chicha. Por otra parte, esas aguas que miradas de cerca se nos representan de un color tan sucio, contempladas desde lejos recuerdan bastante bien la lontananza atlántica. El Río de la Plata debe mirarse a conveniente distancia, como las pinturas escenográficas: entonces se da un efecto muy aceptable de alta mar azul. Tampoco hay que mirar muy prolijamente el vapor. Ya se sabe que es un buque limitado, de ruedas y de falsa quilla; pero cerrando los ojos a ciertos detalles, el viajero puede lograr una perfecta ilusión de buque transatlántico. Hasta nos apoya la aparición en medio de la inmensa agua, de una costa remota, una isla, una playa. Es como cuando se navega en la mar abierta y súbitamente surge el encanto de la costa deseada. Sólo que aquí, en nuestro caso, la costa se complica con exceso. No es una costa la que aparece, sino dos. Y estas dos costas van estrechándose, poco a poco, hasta formar dos riberas fluviales. Sí: estamos en un río. La ilusión del mar se desvanece del todo y nos resignamos a la idea de que navegamos por un río. Este es el río Uruguay. El vapor de ruedas lo enfila con entusiasmo, corriente arriba, a toda marcha. ¡Ancho, soberbio, generoso río de aguas calmas! Es el gemelo del Paraná: los dos hermanos vienen a verter sus caudales inmensos en la majestad del Plata. Ayer mismo, en sus márgenes selváticas tendía el indio su arco, amenazando al cauteloso tigre; hoy, en su lugar, el caballero pastor acosa a las reses pacíficas; mañana se levantarán ciudades populosas e innumerables. Porque nada es tan propicio a la civilización como un río caudaloso. Las grandes civilizaciones han nacido al favor de las corrientes fluviales, como la babilónica, la egipcia, la brahmánica. Y un gran río suele ser siempre el compañero de una gran ciudad. Nadie se explicaría la magnificencia de Menfis o de Tebas sin el Nilo opulento, ni concebimos la existencia de Babilonia sin el riego bienhechor del Eufrates. Hasta tal punto, que casi hallamos cuerda la célebre frase gedeónica: «Bendigamos a la providencia que hizo pasar un gran río junto a cada gran ciudad.»