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Nuevas poesías y evangélicas con un estudio de Alfredo Palacios

9781465651815
330 pages
Library of Alexandria
Overview
Cuando un gran poeta se va, el corazón del pueblo sufre desgarramientos dolorosos. Es que los poetas son sacerdotes del misterio y del infinito que penetran en lo más hondo de las cosas y nos revelan la belleza. En pugna con los ritos consagrados y la estrechez del dogma que asfixia, tienen la amplitud del profeta. Son los poseedores del entusiasmo y de la esperanza, de la esperanza, que, no obstante tener alas, se quedó entre nosotros, porque amaba a los hombres. Esperar es amar, dijo Guyau, el poeta filósofo, y amar es saber esperar al lado de los que sufren. El poeta es vidente, y por eso conduce y libera los pueblos; canta sus glorias, sus dolores y sus misteriosos anhelos de ascensión. Cuenta Plutarco que los vencedores de los atenienses ante Siracusa perdonaban la vida a todos cuantos podían repetirles los versos de Eurípides... Y muchos siglos después, cuando la barbarie turca dió un zarpazo a Grecia, el divino Homero, el rudo y genial Esquilo, Sófocles, Píndaro, desde las profundidades de la historia, armaron caballero de la libertad a Byron. Entre los hombres, los que están más altos son los poetas. Menester es que así sea, porque ellos son los vigías y marcan el derrotero... Si miramos hacia Bélgica, desgarrada, aparece Verhaeren como si no hubiera muerto y que, cual un profeta que anuncia y guía le dice al hombre: Sube más alto, más alto:
Todo el goce está en el vuelo. En la sagrada Francia, Rostand, que espiritualiza la vida, dando así lo que no pueden dar los fusiles y los cañones: la abnegación y la capacidad de sacrificio. En Italia, D'Annunzio; en Inglaterra, Rudyard Kipling, que exaltan la nacionalidad. En Portugal, Guerra Junqueiro, vehemente y agresivo con los poderosos y manso con los pequeños. «Mejor es abajar el espíritu con los humildes que partir despojos con los soberbios», dice el sabio hebreo. En el Norte de América, de donde llega un ruido ensordecedor de máquinas, Walt Whitman, el hijo de Manhattan, bardo de la democracia que canta el himno de la expansión y del orgullo, y que no se desvanecerá—él lo dijo—como el círculo de fuego que un niño traza en la noche con un tizón ardiente. En el Sur de América, donde crecen los cachorros del noble león hispano, Rubén Darío, admirable artífice, que innova la forma poética, libertador del arte, del ritmo y de la rima, que va hacia el porvenir, «siempre bajo el divino imperio de la música, música de las ideas, música del verbo». Rubén Darío, que en «Prosas profanas» permanece ajeno a la vida, a la solidaridad social, al grito de pasión que se escapa del alma de los torturados y que sólo ama la serenidad, la línea impecable, el refinamiento en la expresión, pero que evoluciona para ser más humano, en «Cantos de vida y esperanza,» donde dice: La torre de marfil tentó mi anhelo.
Quise encerrarme dentro de mí mismo
Y tuve hambre de espacio y sed de cielo
Desde las sombras de mi propio abismo. Y frente a Rubén Darío, Almafuerte, el cantor del hombre. Las suaves transiciones de un estado de alma a otro no las expresa su verso, que gusta de la antítesis violenta. Una delicada nota musical, el perfume de una flor, un matiz tenue de sentimiento no hacen vibrar su lira; su voz es la voz de la tempestad. Penetra en el alma de sus hermanos y los conmueve varonilmente, canta las ansiedades, las tristezas, los dolores; plantea los grandes problemas humanos con una sed infinita de justicia; muestra la necesidad de sobrepasar la naturaleza visible; se encara con Dios, dialoga con él y le increpa. Sale de su egoísmo para vivir la vida de todos.