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Historia de Gil Blas de Santillana: Novela (Complete)

9781465650672
201 pages
Library of Alexandria
Overview
Blas de Santillana, mi padre, después de haber servido muchos años en los ejércitos de la Monarquía española, se retiró al lugar donde había nacido. Casóse con una aldeana, y yo nací al mundo diez meses después que se habían casado. Pasáronse a vivir a Oviedo, donde mi madre se acomodó por ama de gobierno y mi padre por escudero. Como no tenían más bienes que su salario, corría gran peligro mi educación de no haber sido la mejor si Dios no me hubiera deparado un tío que era canónigo de aquella iglesia. Llamábase Gil Pérez, era hermano mayor de mi madre y había sido mi padrino. Figúrate, allá en tu imaginación, lector mío, un hombre pequeño, de tres pies y medio de estatura, extraordinariamente gordo, con la cabeza zambullida entre los hombros, y he aquí la vera efigies de mi tío. Por lo demás, era un eclesiástico que sólo pensaba en darse buena vida; quiero decir en comer y en tratarse bien, para locual le suministraba suficientemente la renta de su prebenda. Llevóme a su casa cuando yo era niño y se encargó de mi educación. Parecíle desde luego tan despejado, que resolvió cultivar mi talento. Compróme una cartilla y quiso él mismo ser mi maestro de leer. También hubiera querido enseñarme por sí mismo la lengua latina, porque ese dinero ahorraría; pero el pobre Gil Pérez se vió precisado a ponerme bajo la férula de un preceptor, y me envió al doctor Godínez, que pasaba por ser el más hábil pedante que había en Oviedo. Aproveché tanto en esta escuela, que al cabo de cinco o seis años entendía un poco de los autores griegos y suficientemente los poetas latinos. Apliquéme después a la Lógica, que me enseñó a discurrir y argumentar sin término. Gustábanme mucho las disputas, y detenía a los que encontraba, conocidos o no conocidos, para proponerles cuestiones y argumentos. Topábame a veces con algunos manteístas que no apetecían otra cosa, y entonces era el oírnos disputar. ¡Qué voces! ¡Qué patadas! ¡Qué gestos! ¡Qué contorsiones! ¡Qué espumarajos en las bocas! Más parecíamos energúmenos que filósofos. De esta manera logré gran fama de sabio en toda la ciudad. A mi tío se le caía la baba, y se lisonjeaba infinito con la esperanza de que, en virtud de mi reputación, presto dejaría de tenerme sobre sus costillas. Díjome un día: «¡Hola, Gil Blas! Ya no eres niño; tienes diez y siete años, y Dios te ha dado habilidad. Hemos menester pensar en ayudarte. Estoy resuelto a enviarte a la Universidad de Salamanca, donde con tu ingenio y con tu talento no dejarás de colocarte en un buen puesto. Para tu viaje te daré algún dinero y la mula, que vale de diez a doce doblones, la que podrás vender en Salamanca, y mantenerte después con el dinero hasta que logres algún empleo que te dé de comer honradamente.»