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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira

9781465634580
201 pages
Library of Alexandria
Overview
Nací á la política, al amor y al éxito, en un pueblo remoto de provincia, muy considerable según el padrón electoral, aunque tuviera escasos vecinos, pobre comercio, indigente sociabilidad, nada de industria y lo demás en proporción. El clima benigno, el cielo siempre azul, el sol radiante, la tierra fertilísima, no habían bastado, como se comprenderá, para conquistarle aquella preeminencia. Era menester otra cosa. Y los «dirigentes» de Los Sunchos, al levantarse el último censo, por arte de birlibirloque habían dotado al departamento con una importante masa de sufragios—mayor que el natural,—para procurarle decisiva representación en la Legislatura de la provincia, directa participación en el gobierno autónomo, voz y voto delegados en el Congreso Nacional y, por ende, influencia eficaz en la dirección del país. Escrutando las causas y los efectos, no me cabe duda de que los sunchalenses confiaban más en sus propias luces y patriotismo, que en el patriotismo y las luces del resto de nuestros compatriotas, y de que se esforzaban por gobernar con espíritu puramente altruista. El hecho es que, siendo cuatro gatos, como suele decirse, alcanzaban tácita ó manifiesta ingerencia en el manejo de la res pública. Pero esto, que puede parecer una de tantas incongruencias de nuestra democracia incipiente, no es divertido y no hace, tampoco, al caso. Lo que sí hace y quizá resulte divertido, es que mi padre fuera uno de los susodichos dirigentes, quizá el de ascendiente mayor en el departamento, y que mi aristocrática cuna me diera—como en realidad me dió,—vara alta en aquel pueblo manso y feliz, holgazán bajo el sol de fuego, soñador bajo el cielo sin nubes, cebado en medio de la pródiga naturaleza. Hoy me parece que hasta el aire de Los Sunchos era alimenticio, y que bastaba masticarlo al respirar para mantener y aun acrecentar las fuerzas: milagro de mi país, donde, virtualmente, todavía se encuentran pepitas de oro en medio de la calle. Desde chicuelo era yo, Mauricio Gómez Herrera, el niño mimado de vigilantes, peones, gente del pueblo y empleados públicos de menor cuantía, quienes me enseñaron pacientemente á montar á caballo, vistear, tirar la taba, fumar y beber. Mi capricho era ley para todos aquellos buenos paisanos, en especial para el populacho, los subalternos y los humildes amigos ó paniaguados de las autoridades; y cuando algún opositor, víctima de mis bromas, que solían ser pesadas, se quejaba á mis padres, nunca me faltó defensa ó excusa, y si bien ambos prometían á veces reprenderme ó castigarme, la verdad es que—especialmente el «viejo»—no hacían sino reirse de mis gracias. Y aquí debo confesar que yo era, en efecto, un niño gracioso si se me consideraba en lo físico. Tengo por ahí arrumbada cierta fotografía amarillenta y borrosa que me sacó un fotógrafo trashumante al cumplir mis cinco años, y aparte la ridícula vestimenta de lugareño y el aire cortado y temeroso, la verdad es que mi efigie puede considerarse la de un lindísimo muchacho, de grandes ojos claros y serenos, frente espaciosa, cabello rubio naturalmente rizado, boca bien dibujada, en forma de arco de Cupido, y barbilla redonda y modelada, con su hoyuelo en el medio, como la de un Apolo infante. En la adolescencia y en la juventud fuí lo que mi niñez prometía, todo un buen mozo, de belleza un tanto femenil, pese á mi poblado bigote, mi porte altivo, mi clara mirada, tan resuelta y firme; y estos dotes de la Naturaleza me procuraron siempre, hasta en épocas de madurez... Pero, no adelantemos los acontecimientos.