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Carlos Broschi

9781465563248
168 pages
Library of Alexandria
Overview
Entrï en el salïn una joven y detúvose ante el sofá, donde dormía Juanita con un sueío penoso y agitado. Hacía un calor asfixiante, y la joven abriï con precauciïn las ventanas del aposento. Desde éstas divisábase la ciudad de Granada y su incomparable vega. A la derecha, y sobre las ruinas de una mezquita, se elevaba la iglesia de santa Elena, frente a la cual un parque a la francesa extendía sus simétricas calles; magníficas fuentes octïgonas dejaban oír el murmullo de sus aguas en los sitios donde se ostentaban en otros tiempos los bellos jardines del Generalife, y en cuyos alminares había flotado el estandarte de los Abencerrajes. A la sazïn, el viejo palacio de los reyes moros servía de morada de retiro, y bien pronto, quizá, de tumba a una joven que dormía, pálida y fatigada, sobre su lecho de dolor. Juanita, condesa de Pïpoli, apenas contaba veinticinco aíos, y su belleza, célebre en las cortes de Nápoles y de Espaía, hizo que los pintores de aquel tiempo le dieran el sobrenombre de la Venus napolitana. Nunca título alguno había sido tan merecido; porque, a una fisonomía encantadora, reunía una sonrisa tan graciosa, que nada podía resistir a ese encanto indefinible que procede del alma: celestial belleza que los sufrimientos no habían podido alterar ni el tiempo destruir. En la época en que el pueblo de Nápoles hizo esfuerzos inútiles para sacudir el yugo de Espaía, el conde y la condesa de Pïpoli viéronse muy comprometidos, y esta joven, tan débil en apariencia, hízose admirar por su energía y su valor. Poco después quedï viuda, dueía de su mano y de una inmensa fortuna; rodeábanla los más solícitos homenajes, y sïlo ella parecía ignorar las riquezas que poseía y la belleza que tanto la hacía brillar. Nadie, en efecto, habría podido pasar sin estos dones tan bien como ella, pues no los necesitaba para hacerse amar. En el momento en que la conocemos, un ligero sudor cubría su frente tersa y pura como la de un ángel; su pecho oprimido se elevaba con pena; su boca murmuraba un nombre ininteligible, y de sus ojos, cerrados por el sueío, se escapaba una lágrima que rodaba por sus mejillas, pálidas y nacaradas. La joven que hemos visto entrar en el salïn dio un grito y se precipitï de rodillas junto al canapé donde reposaba Juanita. Esta despertï, y echando a su derredor una mirada llena de bondad, tendiï la mano a su joven hermana diciéndole